jueves, 14 de enero de 2010

ERIC FROM (EL ARTE DE AMAR)

Erich Fromm (1900- 1980) fue un destacado psicólogo social, psicoanalista, filósofo y humanista alemán.

Según él sin amor, la humanidad no podría existir un día más. Hay dos conceptos de amor: el amor como solución madura al problema de la existencia, o formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica.

-La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven juntos, se necesitan mutuamente. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son independientes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, el masoquismo. La persona masoquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y separatidad convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la protege. Se exagera el poder de aquel al que uno se somete, se trate de una persona o de dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. La persona masoquista no es independiente.

La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el sadismo (crueldad). La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma.

La persona sádica es tan independiente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla, y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada.

-En contraste con la unión simbólica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que lo une a los demás. En el amor se da la paradoja (contradicción) de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.

Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente a una dificultad que reside en el significado ambiguo (confuso) de la palabra “actividad”. Un hombre es activo si atiende su negocio, estudia medicina, trabaja… Todas esas actividades tienen en común el estar dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad. Consideramos, por ejemplo, el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y soledad impulsa a trabajar incesantemente; o el otro motivo por la ambición. En todos los casos, la persona es esclava de una pasión, y, en realidad, su actividad es la “pasividad”, puesto que está impulsado; el que sufre la acción, no el que la realiza (no es libre de lo que hace). Por otra parte, se considera “pasivo” a un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad o propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque no “hace” nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de libertad e independencia interiores.

El amor es una actividad, no un afecto pasivo. En el sentido más general, puede describirse el carácter activo de amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir. ¿Qué es dar? Realidad plena de ambigüedades y complejidades. El malentendido más común consiste en suponer que dar significa “renunciar” a algo, privarse de algo, sacrificarse. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de sacrificio.

Para el carácter productivo, dar posee un significado totalmente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha (felicidad). Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso. Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.

En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro (tacaño) que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de vista psicológico, un hombre indigente, empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar en sí es rico.

La esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente humano. Da de su alegría, de su interés, de su comprensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza. No da con el fin de recibir. Cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un dador, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que produce amor. El hecho de la capacidad de amar como acto de dar depende del carácter de la persona.

Cuando la persona es libre, no se ve en la necesidad de explotar o maltratar a los demás porque ha conseguido tener confianza en sí mismo para conseguir lo que quiera en la vida sin depender de los demás, sin maltratar a los demás. En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de amar.

El carácter activo del amor se vuelve evidente en ciertos elementos básicos: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos.

El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Pero desde la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o no, de otro ser humano. Ser “responsable” significa estar listo y dispuesto a “responder”.

La responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no fuera un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; significa, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere=mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preocuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De este modo, el respeto implica la ausencia de explotación.

Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cuidado y responsabilidad serían ciegos si no les guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimientos; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible cuando puedo transcender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en sus propios términos.

Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para transcender de ese modo la prisión de la propia separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de conocer el “secreto del hombre”. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana.

Hay una manera, una manera desesperada, de conocer el secreto. El grado más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del sadismo, el deseo y la habilidad de hacer sufrir a un ser humano, de torturarlo, de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento.

Otro camino para conocer “el secreto” es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos.

La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto transciende el pensamiento, transciende las palabras. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar.

Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes. Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en la persona madura.

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